LA NACION
Es un ritual de verano. Como comer una sandía fría al caer la tarde, tomar higos directamente del árbol o tumbarse sobre una manta en medio de la noche para observar el paso de las Perseidas. Recolectar caparazones y caracoles a la orilla del mar forma parte de las tradiciones más típicas de agosto. Pero tiene un costo, siempre lo ha tenido.
“Supongamos lo siguiente”, dice Michal Kowalewski, investigador de la Universidad de Florida (Estados Unidos) especializado en el estudio de invertebrados: “Hay, anualmente y casi con certeza en todo el mundo, alrededor de 10 mil millones de visitas a playas. Y digamos que se recoge una caracola por cada 100 visitas, lo cual suena a poco, pero aun así estaríamos hablando de 10.000 toneladas que desaparecen de las playas cada año”. Esto es como si se llenaran hasta arriba tres piscinas olímpicas. Parece un gesto mínimo e inocente, pero el despunte del turismo masivo en las playas mediterráneas está alterando sus ecosistemas de manera irreversible y ahora cargar con un souvenir de verano a casa está dejando una huella cada vez más profunda.
Los científicos vienen alertando de esto desde hace años. Un estudio de Kowalewski con investigadores de la Universidad de Barcelona publicado en la revista PLOS One, en 2014, ya evidenciaba una disminución drástica en el número de caracolas presentes en la playa Larga de Salou (Cataluña). Los autores compararon dos series de muestreos sistemáticos realizados en la misma localidad con 30 años de diferencia: el primero entre 1978 y 1981, y el segundo entre 2008 y 2010. Así, encontraron que la presencia de caracolas se redujo casi tres veces durante el período de estudio.
El efecto turístico
Esta disminución coincidió en el tiempo con un incremento casi paralelo en el número de turistas, que se multiplicó por 2,7 en ese lapso. En cambio, las condiciones físicas del entorno —como la energía del oleaje y el clima— se mantuvieron estables. Además, los indicadores ecológicos extraídos del estudio de esas piezas —dominancia de especies, distribución de tamaños, frecuencia de perforación de los caparazones por depredadores— fueron constantes a lo largo de los años. Esto indica que no ha habido cambios sustanciales en la dinámica de las poblaciones de moluscos, ni en la estructura básica del ecosistema marino local. Así parece que la culpa es de los humanos.
Una función ambiental esencial
En el salón de casa son decoración, pero en las playas, los caparazones realizan múltiples servicios ecosistémicos y tienen una función ambiental esencial. “No están ahí por casualidad: forman parte del engranaje natural que mantiene vivas y estables nuestras playas”, explica Fernando García Guerrero, uno de los responsables de la colección de malacología del Museo Nacional de Ciencias Naturales.
Los expertos consultados detallan que una de las competencias principales de los caparazones es la estabilización física de las playas. “Cada una, por pequeña que parezca, ayuda a mantener la arena en su sitio, frenando su arrastre con cada marea. Gracias a ellas, las playas conservan su forma, su firmeza y su capacidad para resistir la erosión”, detalla García.
Mejor dejarla donde está
A estas alturas, el impacto de la actividad humana sobre la costa parece inevitable. “Sin embargo, todavía podemos minimizar nuestra huella mientras paseamos”, espeta Kowalewski. El científico dice que abogaría por lo más sencillo y a la vez más complicado de todo: educación ambiental. “Creo que esa es la mejor forma de empezar a mitigar el problema”, opina. Martinell coincide: “Hace falta concienciar a los veraneantes para que sean cuidadosos, respeten el medio playero y no lo destruyan. Llevarse una puede parecer nada. Pero no es necesario, mejor dejarla donde está”.

